sábado, 21 de enero de 2012

TOKIO LIGHTS

UN RELATO INSPIRADO EN UN CÓMIC CON LAS VIÑETAS EN BLANCO. 
EJERCICIO DE TALLER FUENTETAJA. 
veintinuevedenoviembrededosmildiez.

TOKIO LIGHTS

Rompe el cielo plomo y congestionado que espera la temporada de monzones, el crepitar de los cables eléctricos que surcan la ciudad en un mapa aéreo de encrucijadas.

Los cables alimentan desde el patio interior cada una de las habitaciones de este hotel del amor, uno de los más viejos del barrio del deseo de Tokio. Gimen gastados por el tiempo y como una radio antigua mal sintonizada se mezclan con el sonido de los muelles viejos de los colchones mientras inspiran y expiran, testigos del ritmo de la pasión, de la lucha, del hambre de los cuerpos.

Los golpes de luz, suministran de una manera intermitente algo de claridad a cada historia, lo que hace que si las escenas de cama se grabaran, luego se verían como fragmentos de cine antiguo, fotograma que salta sobre el siguiente, formando una melodía de disparos del encuentro, que resume los mejores momentos y posturas en una escucha rápida.

Cada noche, gracias al efecto que causa la falta de suministro continuo de riego eléctrico, las letras blancas que dan nombre al establecimiento, se ven sólo por momentos, imitando por casualidad el efecto de los modernos neones intermitentes de los nuevos hoteles del vecindario que sin embargo, no ofrecen novedad ni en sus servicios ni en las reglas del juego.

Entre la humedad y el olor a tabaco barato, Aimi se mueve ágil bajo las sábanas cada tarde que frecuenta el hotel; es asidua desde que llegó de su pueblo para ingresar en la universidad.

-Sé que te ha gustado, nadie lo tiene como yo-

-Voy a mear. Hoy ha sido…-

-Estoy que devoro, y el comedor de la residencia cierra en menos de una hora, hoy también te toca pagar a ti, ya nos cruzaremos por ahí: Y no te olvides tus pinceles, que pareces Hokusai-

Aimi se viste contrariada y siente la necesidad de escapar. De nuevo con el chico tímido entre las piernas ha viajado lejos y se ha reconocido distinta, un abismo por delante que le inquieta. 

El barrio antiguo, lleno de tiendas de ropa, de música, de olores familiares a comida casera,  le ayuda a enfriarse, a volver a controlar la situación, a sentirse anónima, juguetona y en el centro del planeta. El olvidar lo que acaba de sentir, supone un momento de alivio, de luz, aunque sea artificial, pero de luz.

Aimi es solitaria pero sonríe con esos ojos que parece que miran el infinito a través de una chimenea encendida a sus compañeros de clase, al camarero que le sirve la comida, al portero de la residencia. Y en cuanto se le presenta la ocasión, no duda en proponerles un paseo por el barrio antiguo. Casi ninguno se atreve a rechazar la golosa oferta viscosa y naif que Aimi regala generosa a sus amantes variopintos de los que casi nunca recuerda el nombre.

Mitsuo se viste despacio con los dedos de los pies congelados y deseando salir de allí y convertir la sordidez de lo vivido, en recuerdo aderezado con una de sus canciones favoritas que escucha en su iPod mientras pedalea rumbo a casa. Cuando  Mitsuo se cruza con Aimi por los pasillos de la facultad se mete las manos en los bolsillos para ocultar el temblor y los sudores fríos que le produce casi al instante. Cada noche antes de apagar la luz, Mitsuo se asegura de que su madre se haya tomado la medicación, le besa en la frente casi inerte y escribe con tinta negra siete veces el nombre de la chica con el coño más dulce de la universidad, deseando que desaparezcan el resto de machos con los que lo comparte.

Semanas después Mitsuo sigue sin ganas de volver a las clases, sin más compañía que su iPod que literalmente utiliza para no escuchar el sonido del mundo. Pasa los días sentado en las escaleras del portal de su casa, fumando y sin pensar en nada más que en el momento en el que los operarios de la funeraria sacaban el féretro por la puerta ese día de lluvia. No hubo ceremonias, ni familia que sintiera la pérdida, tan sólo, un montón de colillas que crecía junto a la puerta de la casa, y su figura enchufada a la vida de su lista de reproducción. Siempre en el dintel como único decorado real testigo de la última imagen que tuvo de su madre.

Entonces sonó esa canción, la que escuchó la última vez que había hecho el amor con Aimi en aquel hotel del amor con luz intermitente. Aquella en que le intentó decir que esa vez había sido diferente a todas y aquella en que ella no le dejó terminar la frase y se esfumó. Movido por el recuerdo y la canción, subió la escalera de dos en dos peldaños y cogió una vieja carpeta azul repleta de cartulinas, se montó en la bici y sus zapatillas de andar por casa pedalearon certeras hasta la residencia donde creía que vivía Aimi.

-No está en este momento, suele llegar a la hora de la cena-

-¿Le puede dar esta carpeta, por favor?, es importante-

Garabateó nervioso su nombre y una frase corta en la contraportada y mucho más lentamente y con una precisión sorprendente el de ella en la tapa. Salió mirando al suelo para que nadie le viera. En  ese momento se dio cuenta de que llevaba puestas sus zapatillas de felpa y quiso morirse allí mismo.

Aimi sube disimulando su borrachera con la carpeta entre los abrazos, como si le sirviera de apoyo. Se quita cada zapato con el pie contrario, sin usar las manos, que están ocupadas abriendo la carpeta. Esta vez son sus ojos los que se humedecen, pone la radio y comienza a colgar con chinchetas de metal oxidado cada una de las cartulinas con los siete nombres de tinta. Cuando acaba de rellenar las paredes que enmarcan su cama, se tumba y se queda pensativa en Mitsuo mientras fuma lentamente, hasta quedarse dormida.

La noche transcurre con la luz encendida y con pesadillas de la infancia: Aimi está en casa con mamá y aparece su padre que grita y pega a ambas, ella cae al suelo y lo único que ve a través de la puerta entreabierta es su bicicleta. Sueña con huir a la gran ciudad, conocer a chicos y hacerse un tatuaje. Ya montada en la bici, toma una cuesta abajo tan rápido que vuela hasta acabar en la cama áspera del hotel del amor, donde es atacada por una legión de penes erectos, unos húmedos, otros enfermos, como necrosados, tiene tantas ganas de vomitar que se despierta de repente. 


La armoniosa repetición de su nombre en tinta china le abraza y se siente tan cómoda que se levanta de un salto, besa la carpeta, se viste y sale de la habitación de un portazo, que hace que algunas cartulinas vuelen por el cuarto vacío.

Entre conjuntos de lencería que imitan seda, jaulas con pequeñas mascotas, cientos de artilugios eróticos y un olor a laca de uñas barata y a peluquería de barrio muy denso,  el maestro Chiyo le explica a Aimi el procedimiento por el cual conocerá su futuro con la lectura de su cuerpo desnudo y el nivel de acidez de su flujo vaginal. Aimi, se lo toma como un ritual ancestral y se deja fotografiar y tomar muestras. 

Sabe que es la última vez que jugará con su cuerpo fuera del alcance de los ojos de Mitsuo, el nombre que quedaría grabado para siempre en su hombro tras aquella visita al barrio del placer, el día que se fue la luz.