domingo, 8 de enero de 2012

DESPERTAR

domingoochodelunodedosmildoce.nueveyoncedelamañana.

Mis ojos son dos planetas recubiertos de una atmósfera legañosa. Se resienten, pero no pueden dejar de devorar con curiosidad cada mota de vida.

Los primeros rayos de sol manchan las casitas de enfrente, las ha pintado un niño con babi almidonado y cuello blanco redondito asomando. Son cinco bloques verticales con el tejado a dos aguas, veo los laterales del edificio, la típica silueta de casita de primeros dibujos de colegio, sin ventanas, ni puerta y de tantos pisos de altura que se saldrían de la cuartilla. Son casas-cohetes que como cinco soldados están erguidas cada mañana. La primera de ellas, es de ladrillo visto, las dos siguientes hacia la derecha totalmente pintadas de blanco, probablemente, hace poco; la cuarta es gris, de cemento, la más aburrida, y la quinta comparte vecinos pudientes con vecinos más dejados, de manera que no es una casa de raza, sino mitad blanca y mitad gris hormigón con una frontera vertical infinitamente bien trazada que divide las dos comunidades, los dos mundos, una vida gris, de una vida blanca.
Me he vuelto a pasar en el tiempo en que la bolsita de té bucea en las profundidades del pozo de mi taza, por lo que hoy el té será más amargo de lo que me hubiera gustado, pero todavía mantengo la total energía y alegría de vivir que cada mañana invade mi cuerpo, mi alma y mi pelo.
Henos aquí entonces, mis legañas, mi té amargo, mis cinco casitas sacadas de una cuartilla preescolar, el sol que da sus primeros pasos y mi pelo revuelto. El día.

Me separan de las cinco casitas del exterior la pantalla, el estor blanco y unas hiedras que luchan por sobrevivir en la ciudad enraizadas en una triste maceta que han teñido su verde en rojizo como primer síntoma de indignación, pero las amo y espero que sea recíproco algún día. 
Mis raíces nacen de mi ombligo, la marca de la chincheta de Dios, me atraviesan y a modo de un tronco robusto me unen con el mismo centro de La Tierra, que aunque dicen que es fuego, yo sé que hay un taller que cuece plastilina celestial color carne con la que se nos modela cuando está madura y llega nuestro momento.

Ese horno es el centro justo de la canica gigante en la que vivimos, y que por arte de un milagro ancestral gira mágicamente suspendida en El Todo cada año, cada mes, cada día, cada noche, cada hora, cada minuto, cada beso, cada pedo, cada parto, cada lágrima, cada caer de una hoja, cada arcada, cada segundo, cada suspiro.

Cada mañana, abrir los ojos con mi alma todavía hilvanándoseme al cuerpo con puntadas muy lentas y mirar por la ventana las cinco casitas, la luna sobre el celeste que se descubre tras las cortinas y sintiéndome dueña de lo que me espera hasta volver a flotar con los ojos cerrados, me excita intensamente y me destiñe de ganas de pintar, cantar, tocar, cuidar, cocinar, sonreír a los desconocidos, escribir, pensar. Siento debajo de la marca de la chincheta que parte mi cuerpo, el tronco que me ata al origen y me ancla a la certeza de que todo va a salir bien, siento la protección de El Todo en el que gira la canica y simplemente se me abren muchos los ojos de dentro ante tal equilibrio y abrazo cósmico universal. Gracias. Empieza la acción.

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