viernes, 22 de junio de 2012

Era la última noche de los tiempos y diluviaba en una casa infinita de campo.

Nos enamoramos  al sentirnos iguales, con las horas contadas detuvimos el tiempo y nos sedujimos con la delicadeza de una primera cita que resultaría a la vez la última.

La escalera de caracol va a dar a una hoguera con almohadones, el lecho nicho y un tocadiscos que gira lento como el planeta a punto de apagarse, nos mece para siempre.

http://www.youtube.com/watch?v=d1Wji4tQXMM&feature=youtube_gdata_player

martes, 7 de febrero de 2012

Recuerda cada día

sietedefebrerodedosmildoce.


Mirar las nubes 
Cantar una canción
Desearte un día feliz
"Ser silvestre"
Sentirte, basta con masajear tu propia cara con tus propias manos un momento
Pensar en algo divertido
Imaginar a los que tienes lejos y dedicarles un sonrisa
Respirar profundo y conscientemente
Confiar en ti y en la vida sin descanso
Comer rico 
Reconocerte animal
Reconocerte alma


Sentirte parte de los demás, y a los demás parte de ti
Que flotas en el universo, girando en esta bola cada segundo


Dar las gracias
Jugar con el espejo
Compartir ideas con amigos
Pedir lo que quieres
Ver la cara positiva del problema
Hacer ruiditos y jugar con la voz
Mover tu cuerpo
Mover tu mente
Pasar del plan a la acción
No pensar en la vida, vivir
Cada día, cada día
Saber que duermes bajo las estrellas
Notar los cambios de luz del sol
Comunicarte con algún animal que te cruces
saber que somos tierra y agua
Escuchar



sábado, 21 de enero de 2012

TOKIO LIGHTS

UN RELATO INSPIRADO EN UN CÓMIC CON LAS VIÑETAS EN BLANCO. 
EJERCICIO DE TALLER FUENTETAJA. 
veintinuevedenoviembrededosmildiez.

TOKIO LIGHTS

Rompe el cielo plomo y congestionado que espera la temporada de monzones, el crepitar de los cables eléctricos que surcan la ciudad en un mapa aéreo de encrucijadas.

Los cables alimentan desde el patio interior cada una de las habitaciones de este hotel del amor, uno de los más viejos del barrio del deseo de Tokio. Gimen gastados por el tiempo y como una radio antigua mal sintonizada se mezclan con el sonido de los muelles viejos de los colchones mientras inspiran y expiran, testigos del ritmo de la pasión, de la lucha, del hambre de los cuerpos.

Los golpes de luz, suministran de una manera intermitente algo de claridad a cada historia, lo que hace que si las escenas de cama se grabaran, luego se verían como fragmentos de cine antiguo, fotograma que salta sobre el siguiente, formando una melodía de disparos del encuentro, que resume los mejores momentos y posturas en una escucha rápida.

Cada noche, gracias al efecto que causa la falta de suministro continuo de riego eléctrico, las letras blancas que dan nombre al establecimiento, se ven sólo por momentos, imitando por casualidad el efecto de los modernos neones intermitentes de los nuevos hoteles del vecindario que sin embargo, no ofrecen novedad ni en sus servicios ni en las reglas del juego.

Entre la humedad y el olor a tabaco barato, Aimi se mueve ágil bajo las sábanas cada tarde que frecuenta el hotel; es asidua desde que llegó de su pueblo para ingresar en la universidad.

-Sé que te ha gustado, nadie lo tiene como yo-

-Voy a mear. Hoy ha sido…-

-Estoy que devoro, y el comedor de la residencia cierra en menos de una hora, hoy también te toca pagar a ti, ya nos cruzaremos por ahí: Y no te olvides tus pinceles, que pareces Hokusai-

Aimi se viste contrariada y siente la necesidad de escapar. De nuevo con el chico tímido entre las piernas ha viajado lejos y se ha reconocido distinta, un abismo por delante que le inquieta. 

El barrio antiguo, lleno de tiendas de ropa, de música, de olores familiares a comida casera,  le ayuda a enfriarse, a volver a controlar la situación, a sentirse anónima, juguetona y en el centro del planeta. El olvidar lo que acaba de sentir, supone un momento de alivio, de luz, aunque sea artificial, pero de luz.

Aimi es solitaria pero sonríe con esos ojos que parece que miran el infinito a través de una chimenea encendida a sus compañeros de clase, al camarero que le sirve la comida, al portero de la residencia. Y en cuanto se le presenta la ocasión, no duda en proponerles un paseo por el barrio antiguo. Casi ninguno se atreve a rechazar la golosa oferta viscosa y naif que Aimi regala generosa a sus amantes variopintos de los que casi nunca recuerda el nombre.

Mitsuo se viste despacio con los dedos de los pies congelados y deseando salir de allí y convertir la sordidez de lo vivido, en recuerdo aderezado con una de sus canciones favoritas que escucha en su iPod mientras pedalea rumbo a casa. Cuando  Mitsuo se cruza con Aimi por los pasillos de la facultad se mete las manos en los bolsillos para ocultar el temblor y los sudores fríos que le produce casi al instante. Cada noche antes de apagar la luz, Mitsuo se asegura de que su madre se haya tomado la medicación, le besa en la frente casi inerte y escribe con tinta negra siete veces el nombre de la chica con el coño más dulce de la universidad, deseando que desaparezcan el resto de machos con los que lo comparte.

Semanas después Mitsuo sigue sin ganas de volver a las clases, sin más compañía que su iPod que literalmente utiliza para no escuchar el sonido del mundo. Pasa los días sentado en las escaleras del portal de su casa, fumando y sin pensar en nada más que en el momento en el que los operarios de la funeraria sacaban el féretro por la puerta ese día de lluvia. No hubo ceremonias, ni familia que sintiera la pérdida, tan sólo, un montón de colillas que crecía junto a la puerta de la casa, y su figura enchufada a la vida de su lista de reproducción. Siempre en el dintel como único decorado real testigo de la última imagen que tuvo de su madre.

Entonces sonó esa canción, la que escuchó la última vez que había hecho el amor con Aimi en aquel hotel del amor con luz intermitente. Aquella en que le intentó decir que esa vez había sido diferente a todas y aquella en que ella no le dejó terminar la frase y se esfumó. Movido por el recuerdo y la canción, subió la escalera de dos en dos peldaños y cogió una vieja carpeta azul repleta de cartulinas, se montó en la bici y sus zapatillas de andar por casa pedalearon certeras hasta la residencia donde creía que vivía Aimi.

-No está en este momento, suele llegar a la hora de la cena-

-¿Le puede dar esta carpeta, por favor?, es importante-

Garabateó nervioso su nombre y una frase corta en la contraportada y mucho más lentamente y con una precisión sorprendente el de ella en la tapa. Salió mirando al suelo para que nadie le viera. En  ese momento se dio cuenta de que llevaba puestas sus zapatillas de felpa y quiso morirse allí mismo.

Aimi sube disimulando su borrachera con la carpeta entre los abrazos, como si le sirviera de apoyo. Se quita cada zapato con el pie contrario, sin usar las manos, que están ocupadas abriendo la carpeta. Esta vez son sus ojos los que se humedecen, pone la radio y comienza a colgar con chinchetas de metal oxidado cada una de las cartulinas con los siete nombres de tinta. Cuando acaba de rellenar las paredes que enmarcan su cama, se tumba y se queda pensativa en Mitsuo mientras fuma lentamente, hasta quedarse dormida.

La noche transcurre con la luz encendida y con pesadillas de la infancia: Aimi está en casa con mamá y aparece su padre que grita y pega a ambas, ella cae al suelo y lo único que ve a través de la puerta entreabierta es su bicicleta. Sueña con huir a la gran ciudad, conocer a chicos y hacerse un tatuaje. Ya montada en la bici, toma una cuesta abajo tan rápido que vuela hasta acabar en la cama áspera del hotel del amor, donde es atacada por una legión de penes erectos, unos húmedos, otros enfermos, como necrosados, tiene tantas ganas de vomitar que se despierta de repente. 


La armoniosa repetición de su nombre en tinta china le abraza y se siente tan cómoda que se levanta de un salto, besa la carpeta, se viste y sale de la habitación de un portazo, que hace que algunas cartulinas vuelen por el cuarto vacío.

Entre conjuntos de lencería que imitan seda, jaulas con pequeñas mascotas, cientos de artilugios eróticos y un olor a laca de uñas barata y a peluquería de barrio muy denso,  el maestro Chiyo le explica a Aimi el procedimiento por el cual conocerá su futuro con la lectura de su cuerpo desnudo y el nivel de acidez de su flujo vaginal. Aimi, se lo toma como un ritual ancestral y se deja fotografiar y tomar muestras. 

Sabe que es la última vez que jugará con su cuerpo fuera del alcance de los ojos de Mitsuo, el nombre que quedaría grabado para siempre en su hombro tras aquella visita al barrio del placer, el día que se fue la luz.            

ÚRSULA

TEXTO ESCRITO COMO EJERCICIO EN TALLER FUENTETAJA. 
Inspirado en una fotografía de una chica actual.
febrerodedosmildiez.


ÚRSULA

Úrsula se gestó en una placenta color lila. Su madre de ojos grandes, era nieta de un marinero noruego que, enamorado del sol mediterráneo y de Picasso, acabó viviendo en Málaga y casándose con la hija del dueño de la tasca más cercana a la lonja.

Los ojos grandes de la madre de Úrsula, miraban con admiración su minúsculo vientre que crecía lenta e imperceptiblemente durante los 7 meses que duró el primer y único embarazo que tendría. Fue un invierno volátil y cuadrado. Así lo pudo guardar sin problemas en su armario, entre las cajas de zapatos y fotografías. Un invierno gélido como ninguno, de olas bravas como cuchillas, y de olor afilado del que fue su único alimento aquellos meses, el pescado que ese mar torbellino y el negocio familiar ofrecía. Pensó que su hijo nacería con branquias y con la piel plata. Estuvo tranquila, hambrienta y muy sola esos meses metálicos de mitones sobre manos de madre que espera en un silencio roto por violines desafinados que se tensan y los maullidos de los gatos, que esperan impacientes las raspas cada día como equilibristas en el alfeizar de la ventana.

Úrsula llegó sin avisar una noche sin luna y de nieve fina que lo cubre todo para protegerlo de la maldad oscura. Nació en la costa del sol en pura noche, a orillas del Mediterráneo con cara de insecto. Úrsula era dos ojos esculpidos en altorelieve que casi no pestañeaban, la cara morada por el cordón umbilical enredado alrededor de su fino cuello, como una boa de actriz glamurosa, era larga, casi plana, de largas y estrechísimas extremidades, minúscula, silenciosa y tocada por dos mechones pelirrojos de pelo muy suave y un halo mágico que hipnotizaba.


Úrsula fue una niña solitaria en el colegio. Devoraba manzanas verdes y libros en el recreo sentada en los escalones de la puerta del fondo, con los pies para adentro y su bufanda de lana morada, a juego con sus ojeras, enredada en su cuello. Era de lo poco que comía durante el día, pues decía no tener apetito hasta que caía la noche. Era entonces cuando comía con desgana cuencos de ensalada, nueces y algo de pescado cuando su madre insistía mucho.
De adolescente vivía ensimismada bajo su flequillo y las clases de violín. Aprobaba sin problemas y fue cuando decidió rotundamente hacerse vegetariana. Cada noche, tras su cena vegetal, observaba a los gatos del alfeizar degustar los suculentos lenguados a la plancha que deberían haber sido el segundo plato de la cena de Úrsula, la única raspa que ahora salía a la ventana a fumar con sus dedos infinitos cada noche. Le gustaba sentir el frío en su cara, jugar con el humo del cigarro y pensar en icebergs. Pasaba las noches leyendo y revelando fotografía en el trastero.

Su apetito despertó una noche de verano y sintió la necesidad de ingerir helado para derretir el calor que la oprimía. Se deslizó de la cama y en bicicleta llegó a la gasolinera más cercana. Allí, comiendo helado sentada en la acera, descalza y en camisón, también despertó su instinto sexual al ver al gasolinero trabajando bajo las luces de neón. Volvió a casa pedaleando presa de una respiración entrecortada y rápida que no entendía muy bien.

Subió a su cuarto, se dejó caer sobre la cama de sábanas blancas, se desnudó y con los dedos todavía pringosos de helado de mora, se masturbó por primera vez. Sus patas largas y finas rechinaban con el bote acompasado del colchón, el camisón arrugado bajo su pedo simulaba una especie de alas, sus ojos como dos enormes manzanas verdes parecían salirse de las órbitas, el gasolinero estaba en su mente de manera obsesiva, tenía ganas de gritar, parecía poder olerle, podía viajar por las páginas de sus novelas favoritas, sus manos de violinista se dejaban llevar entre su vello y la viscosidad de su entrepierna pelirroja, sintió tanta sensación de hambre que se odió en un instante por su vida inapetente, a punto de llegar al climax, se imaginó estrangulando al gasolinero y esto le proporcionó tal placer que mientras alcanzaba su primer orgasmo consciente y activo, sació su hambre imaginando cómo devoraba a su víctima sin dejar rastro de él.

Esa noche, durmió profundo y largo. 
La nueva Úrsula había nacido, al día siguiente volvería a la gasolinera en el turno de noche y volvería a comer helado.

miércoles, 11 de enero de 2012

PESADILLA


Sentí la necesidad de escribirte en aquel momento. El hotel se me hacía cada vez más desconocido y hostil.

Todavía con la misma borrachera de la certeza que en el sueño, pero ya despierta.

Mi vida se derrumbó, se rompía del todo por dos pares de pupilas unidas por dos cuerdas de equilibrista, un par de mangos y el rosado de nuestros labios vírgenes, como quien mira un escaparate con la certeza de que esa prenda tiene su nombre.

No lo hice.

Ni dejarme llevar en el mundo de humo, ni escribirte al despertar.
Supliqué a la razón que me salvara.

domingo, 8 de enero de 2012

DESPERTAR

domingoochodelunodedosmildoce.nueveyoncedelamañana.

Mis ojos son dos planetas recubiertos de una atmósfera legañosa. Se resienten, pero no pueden dejar de devorar con curiosidad cada mota de vida.

Los primeros rayos de sol manchan las casitas de enfrente, las ha pintado un niño con babi almidonado y cuello blanco redondito asomando. Son cinco bloques verticales con el tejado a dos aguas, veo los laterales del edificio, la típica silueta de casita de primeros dibujos de colegio, sin ventanas, ni puerta y de tantos pisos de altura que se saldrían de la cuartilla. Son casas-cohetes que como cinco soldados están erguidas cada mañana. La primera de ellas, es de ladrillo visto, las dos siguientes hacia la derecha totalmente pintadas de blanco, probablemente, hace poco; la cuarta es gris, de cemento, la más aburrida, y la quinta comparte vecinos pudientes con vecinos más dejados, de manera que no es una casa de raza, sino mitad blanca y mitad gris hormigón con una frontera vertical infinitamente bien trazada que divide las dos comunidades, los dos mundos, una vida gris, de una vida blanca.
Me he vuelto a pasar en el tiempo en que la bolsita de té bucea en las profundidades del pozo de mi taza, por lo que hoy el té será más amargo de lo que me hubiera gustado, pero todavía mantengo la total energía y alegría de vivir que cada mañana invade mi cuerpo, mi alma y mi pelo.
Henos aquí entonces, mis legañas, mi té amargo, mis cinco casitas sacadas de una cuartilla preescolar, el sol que da sus primeros pasos y mi pelo revuelto. El día.

Me separan de las cinco casitas del exterior la pantalla, el estor blanco y unas hiedras que luchan por sobrevivir en la ciudad enraizadas en una triste maceta que han teñido su verde en rojizo como primer síntoma de indignación, pero las amo y espero que sea recíproco algún día. 
Mis raíces nacen de mi ombligo, la marca de la chincheta de Dios, me atraviesan y a modo de un tronco robusto me unen con el mismo centro de La Tierra, que aunque dicen que es fuego, yo sé que hay un taller que cuece plastilina celestial color carne con la que se nos modela cuando está madura y llega nuestro momento.

Ese horno es el centro justo de la canica gigante en la que vivimos, y que por arte de un milagro ancestral gira mágicamente suspendida en El Todo cada año, cada mes, cada día, cada noche, cada hora, cada minuto, cada beso, cada pedo, cada parto, cada lágrima, cada caer de una hoja, cada arcada, cada segundo, cada suspiro.

Cada mañana, abrir los ojos con mi alma todavía hilvanándoseme al cuerpo con puntadas muy lentas y mirar por la ventana las cinco casitas, la luna sobre el celeste que se descubre tras las cortinas y sintiéndome dueña de lo que me espera hasta volver a flotar con los ojos cerrados, me excita intensamente y me destiñe de ganas de pintar, cantar, tocar, cuidar, cocinar, sonreír a los desconocidos, escribir, pensar. Siento debajo de la marca de la chincheta que parte mi cuerpo, el tronco que me ata al origen y me ancla a la certeza de que todo va a salir bien, siento la protección de El Todo en el que gira la canica y simplemente se me abren muchos los ojos de dentro ante tal equilibrio y abrazo cósmico universal. Gracias. Empieza la acción.

sábado, 19 de noviembre de 2011

CON LA CERTEZA DE SENTIRME UNA MUJER DELICIOSAMENTE GILIPOLLAS
Me concedo un paseo por Zara Home, escuchando villancicos americanos emocionada, soñando con una casa ideal llena de niños y detalles. Quiero comprar varias piezas, quiero que se pare el tiempo, que siempre sea navidad, tener la sensación de estar tapada con un edredón estampado y primoroso que  huela a limpio cada mañana, y que cuelguen toallas nuevas en el baño. Quiero bajar luego a la planta de abajo y comprarme unos cuantos jerseys, unas botas nuevas y un par de camisas para ir bien guapa. Un bolso bueno para pasear. El tiempo pasa, mi ocio hogareño se convierte en el aburrimiento de mi acompañante, que mientras me decanto por rayas o estampado liberty, lee el marca en su móvil de última generación con la sensación de que está perdiendo su sábado.
Nosotras. Ellos